Hace mucho tiempo que dejé de buscar príncipes azules y es que, un día, llegué a la conclusión de que no existían. Quizá algún día existieron, tal y como existieron los dinosaurios, eso no lo pongo en duda; no creo que la idea del hombre perfecto sea fruto de las vagas divagaciones de una enamorada platónica o de las altas expectativas en cuanto a los hombres que nos crean las películas Disney. Pero lo que creo es que, quizá, solo existiera un único príncipe perfecto para una princesita con suerte que fue contando cuán increíble era. Y a partir de ese preciso momento todas las chicas del mundo pensamos que hay un príncipe perfecto destinado para cada una de nosotras perdido por el mundo. Pero, a veces, la perfección no es todo lo que merece la pena. Porque, a veces, el interior vale más. Tenía que decirlo. Lo peor es que, a pesar de decepcionarnos a menudo y perder la esperanza poco a poco, vivimos cada día con la ilusión por hallarlo sin darnos cuenta de que un príncipe azul se convierte en tal cosa cuando las chicas como nosotras les asignamos dicho nombre; porque al considerar a alguien corriente como perfecto, se convierte en ello aunque sólo lo sea bajo nuestro propio punto de vista.Por eso ahora me interesan más los príncipes verdes o, si me apuras, los sapos. Porque los sapos no esconden lo que son, quizá sean feos y de pequeña estatura, pero no tratan de ocultarlo. Ellos se aceptan a sí mismos y si tú no lo haces, ya habrá alguien por ahí que piense lo mismo que yo y que, de verdad, los merezca. Nunca pretenden ser de otra forma a como son y aunque, por mayoría, suelen aparentar ser ásperos; en el fondo, son de lo más dulces y atentos.